El don del Espíritu Santo (Lucas 3, 10-18)
El domingo pasado el Evangelio nos presentaba el momento en que la Palabra de Dios vino sobre Juan en el desierto. En respuesta a esta locución divina Juan comenzó a preparar la llegada del Señor «proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3,3). Lo que caracteriza a Juan es el bautismo (baño con agua), hasta el punto de llamarse el “Bautista”. Jesús ciertamente perteneció al círculo de Juan, como se deduce del hecho que también él se hizo bautizar por Juan. Por otro lado, también Jesús adoptó el bautismo como medio para hacer discípulos suyos: «Id y haced discípulos bautizándolos…» (Mt 28,19).
Pero hay una diferencia radical entre uno y otro, como lo expresa el mismo Jesús: «La Ley los profetas llegan hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios» (Lc 16,16). El Evangelio de hoy nos dice en qué consiste esa diferencia.
Al escuchar la predicación de Juan acerca de la venida del Señor, la gente le pregunta: «¿Qué debemos hacer?». La respuesta de Juan es esta: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo». Esto es lo máximo a que podía llegar la Ley y los profetas, es decir, el tiempo anterior a Cristo. Es lo que enseña el mismo Jesús, cuando, interrogado acerca del mayor de los mandamientos, responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y agrega: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,37.39.40). Si hasta aquí llega Juan, ¿qué es lo que hay desde Juan hasta acá?
Veamos cómo reacciona Jesús cuando alguien le hace la misma pregunta que hacían a Juan: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?” (Lc 18,18). La primera respuesta de Jesús se mantiene en la Ley y los profetas: “Ya sabes los mandamientos… no cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Lc 18,20). Cuando este antecedente –que pertenece al tiempo de la espera- ya está dado, entonces viene lo que hay después de Juan, es decir, lo propio de Jesús: “Aun te falta una cosa: todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres… luego, ven y sígueme” (Lc 18,22). Esto pertenece ya al tiempo del Reino de Dios. El seguimiento de Cristo es aquella cosa que todavía faltaba. Para que alguien pueda cumplirla es necesario que actúe en él una fuerza divina, la fuerza del Espíritu Santo.
Aquí está la diferencia radical entre un tiempo y otro tiempo, entre un bautismo y otro bautismo, entre Juan y Jesús. Juan formula claramente esta diferencia: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo… Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El don del Espíritu Santo es lo propio del tiempo del Mesías. Ese don vino sobre María para que ella concibiera en su seno al Hijo de Dios hecho hombre, como le dijo el ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35). Ese don vino sobre Jesús inaugurando su misión: “Bautizado Jesús, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma” (Lc 3,21-22). Ese don vino sobre la Iglesia para que ella pudiera seguir anunciando a Cristo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hech 1,8). Este don lo recibimos hoy los cristianos para que podamos vivir al precepto del amor revelado por Jesús: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5).
Felipe Bacarreza Rodriguez
Obispo de Santa María de los Ángeles (Chile)