Tú eres el Santo de Dios (Lucas 4, 21-30)
El Evangelio de este domingo nos relata la reacción que se produjo en la sinagoga de Nazaret ante la predicación de Jesús: “Todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca”. El evangelista no nos transmite esa predicación, salvo las palabras programáticas con que comenzó Jesús a comentar el texto del profeta Isaías que había leído: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy”.
Jesús ciertamente hablaba de una manera impresionante. Nadie puede hablar como él. Para entender la diferencia que existe entre la palabra de Jesús y la de cualquier otro predicador, por elocuente y genial que sea, podemos considerar la diferencia que hay entre la Sagrada Escritura y cualquier otro libro meramente humano. La Sagrada Escritura no se puede comparar con ningún otro libro; está a otro nivel, porque su autor es Dios y su contenido es la Palabra de Dios. De la misma manera, cuando habla un predicador humano emite palabras humanas; en cambio, cuando habla Jesús su palabra es Palabra de Dios. En ese momento los que escuchaban en la sinagoga de Nazaret no saben decir con precisión qué tienen sus palabras. Pero no están lejos de la verdad cuando afirman que de su boca salían “palabras llenas de gracia”. Sólo él tiene “palabras de vida eterna”, como confiesa Simón Pedro después del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6,68).
Pero no bastaba admirar las palabras de Jesús. Era necesario creer en él, como agrega Pedro: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (quiere decir Ungido de Dios)” (Jn 6,69). La predicación de Jesús en la sinagoga de su pueblo afirmaba que él es quien da cumplimiento a las profecías sobre el Ungido (Mesías, Cristo) anunciado. Era necesario creer que la profecía: “El Espíritu del Señor sobre mí porque me ha ungido”, se estaba cumpliendo allí (hoy) en él. Y esto sus vecinos no estaban dispuestos a creerlo. Por eso comienzan a resistir objetando su origen humilde: “¿No es éste el hijo de José?”. Para que ellos reconocieran en Jesús al Cristo era necesario que acogieran la acción del Espíritu Santo. Jesús es el Ungido por el Espíritu Santo y no lo puede confesar sino quien ha sido ungido por el mismo Espíritu. Así lo declara San Pablo: “Nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’, sino con el Espíritu Santo” (1Cor 12,3).
Si “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…” (Gal 5,22), “las obras de la carne son conocidas: … iras, rencillas, divisiones, envidias…” (Gal 5,19-20). Estas obras son las que se manifestaron en los nazarenos, sobre todo, la envidia que se convirtió en ira criminal: “Todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad, y lo llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad, para despeñarlo”. Pero aquí se manifestó quién era Jesús y quedó en evidencia que él estaba verdaderamente impulsado por la fuerza del Espíritu: “Jesús, pasando por medio de ellos, se marchó”. No pudieron llevar a cabo su intento y nadie lo pudo detener. Impacta la conclusión final: “Se marchó” de su pueblo y ya no volvió más a él. Todos debemos implorar el don del Espíritu que nos conceda acoger a Jesús y gozar de su dulce presencia y permanencia en nosotros.
Felipe Bacarreza Rodriguez
Obispo de Santa María de los Ángeles (Chile)